La Respuesta del Jefe Seattle


En 1854 el presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, hizo una oferta para comprar sus tierras al pueblo indio de Duwamish para establecer colonos blancos.

Los Duwamish vivían en el noreste del actual Estado de Washington, el Gobernador del Territorio, Isaac I. Stevens, fue el encargado de negociar con el líder de la tribu, el Jefe Seattle, del que la futura capital del Estado tomaría el nombre.

En 1884 el periodista del Seattle Sunday Star Henry A. Smith publicó por primera vez La Respuesta del Jefe Seattle

Aunque no hay duda de que la retórica y ciertos conceptos son obra de Smith, eso no ha impedido que se convierta, con el paso de los años, en un texto icónico de los movimientos de defensa del medio ambiente. A continuación:

El gran jefe de Washington envió palabra de que desea comprar nuestra tierra. El gran jefe también nos envió palabras de amistad y buenos deseos.

Esto es muy amable de su parte, desde que nosotros sabemos que tiene necesidad de un poco de nuestra amistad en reciprocidad.

Pero nosotros consideramos su oferta; sabemos que de no hacerlo así­ el hombre blanco puede venir con pistolas a quitarnos nuestra tierra. El gran jefe Seattle dice: “El gran jefe de Washington puede contar con nosotros sinceramente, como nuestros hermanos blancos pueden contar el regreso de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas – no se pueden detener”.

Pero ¿Cómo intentar comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? La idea nos resulta extraña. Ya que nosotros no poseemos la frescura del aire o el destello del agua. ¿Cómo pueden comprarnos esto?.

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi gente. Cada aguja brillante de pino, cada ribera arenosa, cada niebla en las maderas oscuras, cada claridad y zumbido del insecto es santo en la memoria y vivencias de mi gente. Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras razones.

Una porción de muestra tierra es lo mismo para él, que la siguiente; para él, que es un extraño que viene en la noche y nos arrebata la tierra donde quiera que la necesite. La tierra no es su hermana sino su enemiga y cuando la ha conquistado se retira de allí­. Deja atrás la sepultura de su padre, no le importa. Plagia la tierra para su hijo, no le importa. Olvida tanto la sepultura de su padre como el lugar en que nació su hijo.

Su apetito devorará la Tierra y dejará detrás sólo un desierto. La sola vista de sus ciudades, llena de pánico a los ojos del piel roja. Pero quizá esto es porque el piel roja es un salvaje y no entiende…

No existe un lugar pací­fico en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar para oí­r las hojas de la primavera o el susurro del vuelo de los insectos. Pero quizá porque yo soy un salvaje no logro comprenderlo, el repiquetear parece que insulta los oí­dos. ¿Y qué vivir, si el hombre no puede oí­r el adorable lamento del chotacabras o el argumento de las ranas alrededor de una charca en la noche? El Indio prefiere el agradable sonido del viento lanzado sobre la cara del estanque, olfatear el viento limpio por un mediodí­a de lluvia o esencia del pino. El aire es algo muy preciado para el piel roja. El hombre blanco parece no notar el aliento del aire. Como un agonizante de muchos dí­as, está aterido para olfatear.

Si decidiera aceptar, lo harí­a con una condición. El hombre blanco debe tratar a las bestias de esta tierra como a sus propios hermanos. Yo soy un salvaje y no entiendo ninguna otra forma. He visto millares de búfalos muertos por el hombre blanco, para que pudiera pasar un tren. Yo soy un salvaje, y no entiendo como el humo del caballo de hierro puede ser más importante que el búfalo, el que nosotros matábamos solamente para poder sobrevivir.

¿Qué es el hombre sin las bestias? Si todas las bestias fuéranse el hombre morirí­a de una gran depresión de espí­ritu. Cualquier cosa que le pase a los animales le pasará también al hombre. Todos los seres están relacionados. Cualquier cosa que acontezca a la tierra acontecerá también a sus hijos.

Los hijos de mi pueblo han visto a sus padres humillarse por defenderlos. Nuestros guerreros han sentido vergüenza, y han cambiado sus dí­as a la ociosidad, y contaminan sus cuerpos con dulce comida y bebida.

Importa poco donde pasaremos el resto de nuestros dí­as, no somos demasiados. Unas pocas horas, unos pocos inviernos y ninguno de los niños de las grandes tribus, que alguna vez vivieron sobre la Tierra, saldrán para lamentarse de las tumbas de una gente que tuvo el poder y la esperanza.

Sabemos una cosa que el hombre blanco puede alguna vez descubrir. Nuestro Dios es su mismo Dios. Ustedes piensan ahora que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra. Pero no puede ser. Dios es del hombre y su compasión es indistinta para el blanco y para el rojo. La Tierra es algo muy preciado y el detrimento de la Tierra es una pila de desprecios para el Creador.

A los blancos les puede pasar también, quizá pronto, lo que a nuestras tribus.

Continúen contaminando su cama y se sofocarán una noche en su propio desierto. Cuando los búfalos sean exterminados, los caballos salvajes amansados, la esquina secreta de la floresta pisada con la esencia de muchos hombres y la vista rosada de las colinas sazonada de la charla de las esposas ¿donde estará la maleza? se habrá ido ¿Donde estará el águila? se habrá ido.

Decir adiós al volar… al cazar… la esencia de la vida empieza a extinguirse… Nosotros entenderí­amos si supiéramos lo que el hombre blanco sueña ¿qué espera describir a sus hijos en las largas noches de invierno? ¿qué visiones arden dentro de sus pensamientos? ¿qué desean para el mañana?… Pero nosotros somos salvajes.

Los sueños del hombre blanco están ocultos para nosotros, y por ello caminaremos por nuestros propios caminos. Si llegamos a un acuerdo será para asegurar su conservación como lo han prometido. Allí­ quizá podamos vivir nuestros pocos dí­as como deseamos.

Cuando el último piel roja se desvanezca de la tierra y su memoria sea solamente una sombra de una nube atravesando la pradera, estas riberas y praderas estarán aun retenidas por los espí­ritus de mi gente, por el amor a esta tierra como los recién nacidos aman el sonido del corazón de sus padres.

Si les vendemos nuestra tierra, ámenla como nosotros la hemos amado. Preocúpense de ella, como nosotros nos hemos preocupado. Mantengan la tierra como ahora la adquieren, con toda su fuerza, con todo su poder y con todo su corazón. Presérvenla para sus hijos, y ámenla como Dios nos ama a todos nosotros. Una cosa sabemos; su Dios es nuestro Dios. La tierra es preciosa para él.

Ni el hombre blanco está exento de su destino.

El Jefe Seattle muere el 7 de junio de 1866 en la reserva de los Suquamish en Port Madison.

Las palabras con las que el Jefe Seattle se dirigió a su pueblo para decirle que debían abandonar sus tierras e irse a la Reserva son igualmente terribles: Termina la Vida y Empieza la Supervivencia.

Proféticas palabras que alcanzaron a su propia hija, Kikisoblu, aquella que hubiese sido princesa entre su pueblo, madre de guerreros y venerada anciana, acabó sus días en una miserable cabaña en el puerto de Seattle vendiendo ropa usada.

Kikisoblu, a la que los habitantes de Seattle
llamaban Princesa Angeline, fotografiada
en la puerta de su casa


Cuando el fotógrafo norteamericano Edward S. Curtis llegó a Seattle para fotografiar a los últimos nativos americanos, no podía imaginar que aquella anciana que conocían en la ciudad como Angeline y decía ser una princesa india le iba deja hacer, por la limosna de 1 dolar, la fotografía del más triste testimonio de la decandencia de todo una civilización.


Fuente: laestanteriadearriba.blogspot.com

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